Publicado en ABC el 30 de agosto de 2025

No me pregunten cómo fue, pero lo cierto es que hace ya muchos años acabé en una charla en la que un señor trataba de vendernos una enciclopedia pagada a plazos. Su público objetivo eran los padres con hijos en edad escolar. Su razonamiento era simple: con esa enciclopedia, los chavales podrían cambiar su dinámica de estudio y obtener mejores notas. Y no solo eso, aseguraba que, al ver cómo mejoraban sus calificaciones, cambiarían sus hábitos de aprendizaje y progresarían incluso en asignaturas donde no necesitaban consultar la enciclopedia.

En resumen, la enciclopedia como fuente de conocimiento debía facilitar el aprendizaje. En mi casa teníamos una enciclopedia Salvat que, no sé si cambió mi dinámica de estudio, pero sí fue bastante útil.

Hoy, sin embargo, hablamos de aquellas enciclopedias que aún pueblan estanterías como objetos obsoletos y poco consultados, derrotadas por los buscadores de internet. Hace unos años bastaba con teclear unas palabras en un buscador para obtener la información necesaria y realizar un trabajo escolar. Ahora, con la llegada de las nuevas herramientas de inteligencia artificial (IA), ya no necesitamos ni eso: basta con introducir el enunciado del trabajo y, en cuestión de segundos, tenemos el resultado.

Un trabajo que antes suponía muchas horas de esfuerzo, en el que el estudiante debía plasmar los conocimientos recibidos en clase, puede resolverse ahora con la ayuda de ChatGPT o de cualquier otra herramienta de IA. Y lo más llamativo: con resultados que, en muchos casos, superan en calidad a los que el propio alumno hubiese hecho con sus medios. El dilema es evidente: me cuesta menos, obtengo mejor resultado, pero no aprendo nada en el proceso.

Un compañero me comentaba recientemente que, dado el acceso creciente a material de calidad en Internet y a las nuevas posibilidades de la IA, lo que cobra mucha importancia ahora es reforzar la función evaluadora del docente. Curiosamente, son los buenos estudiantes quienes más reclaman medidas de evaluación que dejen en evidencia al tramposo.

Hasta ahora, los profesores, además de revisar la calidad de los trabajos, debían vigilar su autoría. Las copias, o los encargos a academias que elaboraban trabajos en lugar de enseñar a hacerlos, eran una amenaza conocida. Para detectarlo se desarrollaron herramientas antiplagio, que muchas universidades incorporaron en sus plataformas de entrega. La IA, sin embargo, puede hacer inútiles estos sistemas, al menos hasta que surjan detectores capaces de distinguir entre autoría humana y artificial… algo que, tarde o temprano, también será superado.

Este debate me recuerda mucho al que se generó con la incorporación de la calculadora a los exámenes. En su momento fue vista como una amenaza al aprendizaje, pero acabó siendo una herramienta indispensable que permitió dedicar el tiempo a resolver problemas más complejos. La diferencia es que la calculadora sustituía un cálculo mecánico, mientras que la IA va mucho más allá: no sabemos hasta dónde puede llegar, y debemos evitar que su cómodo uso limite la capacidad de aprendizaje de las nuevas generaciones.

El mundo evoluciona a una velocidad que supera a algunas instituciones, como la Universidad, que a pesar de estar en la vanguardia de la investigación, sigue anclada en costumbres y reglamentos que no se corresponden con la realidad actual. Lo mismo ocurre con la Unión Europea, que pretende frenar la IA —o incluso el cambio climático— a golpe de reglamentos, sin entender que, cuando no puedes con tu enemigo, lo sensato es aprender a convivir con él.

En la Universidad debemos analizar cómo aprovechar la potencia que nos ofrece la IA para formar a las nuevas generaciones en su uso responsable y eficaz. También debemos integrarla en nuestros trabajos de investigación. Ignorarla o prohibirla no es una opción: debemos educar en su manejo, como en su día hicimos con la calculadora.

Quizá para ello sería deseable que la ministra del ramo, Diana Morant, se pusiera manos a la obra en esta tarea en lugar de dedicar sus energías únicamente a la confrontación política con Carlos Mazón. La educación y la investigación no pueden quedar encerradas en el Ventorro, donde parece haberse quedado ella, deben abrirse a un futuro que ya está aquí. Y cuanto antes asumamos ese reto, mejor preparados estaremos para afrontarlo.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *