El mundo cambia a una velocidad de vértigo y la universidad debe ayudar a adaptarnos a los cambios.
(Publicado en el diario Información el 16 de Octubre de 2018)
Un pelotón de soldados durante la primera guerra mundial marcha por el desierto de Mesopotamia con el objetivo de realizar una misión secreta que solo conoce el comandante que dirige el grupo. Desgraciadamente, unos bandidos asesinan al comandante, quedando al pelotón en medio de un desierto sin conocer cuáles son sus objetivos y si éstos son más importantes que sobrevivir. Éste es el argumento de «la patrulla perdida», una de las primeras películas dirigidas por el gran John Ford.
Es curioso comprobar cómo evolucionan los personajes del film ante los nuevos retos que les van surgiendo. También cómo se incrementan las dudas, que si para afrentarlos, es mejor hacerlo de forma individual o en equipo. Lo que parece pasar a segundo plano rápidamente es el objetivo real que les llevó a ese atolladero.
Salvando las distancias, la situación de los protagonistas me recordó a la de la universidad pública en el siglo XXI. Me preguntó constantemente cual es nuestra misión, si todos los miembros de la comunidad universitaria la tenemos clara y por supuesto si es la misma.
No podemos olvidar que la universidad pública mantiene su prestigio, por ejemplo, estudios como el que realizó recientemente la empresa Everis, pone de manifiesto que los empleadores siguen prefiriendo a los graduados en la universidad pública que a otro tipo de formaciones.
No obstante, cada vez aparecen más voces que lo ponen en duda. Es evidente que además de los escándalos de los máster y títulos de doctor del “todo a cien”, parece haberse agrandado la brecha entre lo que demandan las empresas y la formación que ofrecen las universidades.
El mundo cambia a una velocidad de vértigo y la universidad debe ayudar a adaptarnos a los cambios, como también ha servido para reducir la brecha social entre los ciudadanos. Pero desgraciadamente a mí me da la sensación de que estamos en otras cosas. Los dirigentes educativos parecen haber olvidado la universidad, y en muchos casos, los dirigentes de ésta parecen conformarse con incrementar la financiación y que no les pidan cuentas por su gestión.
Por otro lado, los nuevos modelos de contratación universitaria o de progreso dentro de la carrera docente han condenado al profesor a centrar todo su trabajo en publicar muchos artículos de investigación en unas determinadas revistas de gestión privada. Lo que mide tus posibilidades no es la forma en la que impartes las clases, ni lo relevante de tu investigación, tan solo el número de publicaciones en dichas revistas seleccionadas. Publicaciones, que a veces cuestan entre ocho y doce meses, que a la velocidad que va el mundo el siglo XXI parecen siglos y que además suelen tener una difusión de la investigación mucho más reducida que otros modelos.
Esto me permite volver a la patrulla perdida, conlleva a que sobrevivir en el desierto lo debo resolver principalmente de forma individual, no importa lo que aprenden mis estudiantes sino el número de mis publicaciones. Además, no ha existido una correlación entre el brutal incremento de publicaciones de universitarios españoles en dichas revistas, con un incremento de caso de transferencia de conocimiento a la empresa.
Así, esa misión que escondía el comandante, parece limitarse a publicar artículos. Pero yo entiendo que deberíamos plantearnos otros objetivos, ya que no podemos consentir que exista una demanda de cientos de miles de puestos de trabajo específicos mientras se incrementa el número de graduados universitarios en paro o que realizan tareas por debajo de su formación. Pero, las reivindicaciones parecen ser otras: bajar precios de matrículas, dar más becas, incrementar el número de aprobados, facilitar que los estudiantes realicen dos grados y tres máster, pero nadie parece preocuparse por incrementar el índice de empleabilidad de los universitarios que finalizan sus estudios en cada universidad.
Pero para centrarnos en ese objetivo la queja habitual es doble. Por una parte, si los estudiantes son peor que los de antes, aunque yo no creo que exista ninguna nueva teoría darwiniana que justifique esto. Y la segunda, la famosa gobernanza universitaria que obliga a los rectores, o los que lo quieran ser, a depender de sus trabajadores.
Pero sin discutir estos aspectos, imagine usted que los criterios de financiación de las universidades públicas dependieran del grado empleabilidad de los estudiantes que forman. Que los profesores más allá de nuestro trabajo individual haciendo artículos fuésemos valorados por el resultado de la formación que impartimos en equipo a nuestros estudiantes. Probablemente, todos los estamentos de la universidad se focalizarían en conocer las demandas de la sociedad y articularíamos mecanismos para adecuar nuestra formación rápidamente a dichas necesidades.
Pero para eso, deberíamos tener claro que ese es nuestro objetivo, ya que como decía Séneca, “ningún viento favorece al que no sabe dónde va”.