En 1998, Meg Ryan interpretó a la propietaria de una pequeña librería que luchaba por mantener su negocio cuando una gran cadena abría un local justo al lado. Todo esto mientras iniciaba un romance, vía correo electrónico, con un misterioso joven. La película se titulaba Tienes un e-mail, y en aquel momento no parecía que Internet fuera el gran depredador del pequeño comercio. Sin embargo, el e-mail estaba envenenado: llegaron Amazon y la venta online, y esa subsistencia se volvió todavía más complicada. Lo que nadie podía prever es que los turistas, en lugar de ser potenciales compradores de productos locales, acabarían también convirtiéndose en enemigos.
Algo así ha ocurrido en Alicante con el posible cierre de una de las librerías más veteranas de la ciudad: 80 Mundos. Una librería que no se limita a esperar a que le compren libros, sino que es muy activa en la organización de actividades culturales.
Los libros son cultura, y aunque la venta de libros crece cada año, hay múltiples factores que hacen cada vez más difícil sobrevivir en el sector. Los impuestos son elevadísimos, igual que las contribuciones a la Seguridad Social. La carga burocrática derivada de la normativa fiscal, laboral, de protección de datos, etc., también eleva los costes de manera significativa. Además, el incremento del coste de los suministros (como la luz) es un hándicap adicional. En un negocio con precios fijos y escaso margen, el beneficio neto después de impuestos suele ser muy bajo o incluso negativo. Por si fuera poco, la rigidez normativa y la asfixia fiscal dejan poco margen para invertir, innovar, crecer o arriesgar. Todo esto provoca una fuerte dependencia de las ventas estacionales, de modo que cualquier contratiempo puede resultar letal.
Como me contaba una de las propietarias de la librería: funcionas con “lo comido por lo servido”, y cuando de la noche a la mañana te dicen que tienes que cambiar de local, es lógico que los números estallen en la cabeza.
Los responsables de esa expulsión del local de toda la vida son el nuevo archienemigo que se ha buscado la izquierda: los pisos turísticos. Una empresa ha comprado todo el edificio, bajo incluido, para dedicarlo al negocio de moda en Alicante —y en muchas otras ciudades de nuestra comunidad—. Así, la izquierda se ha movilizado y ha recuperado el lema de “¡No pasarán!”, organizando concentraciones frente a la librería. Hasta el ministro de Cultura, Ernest Urtasun, se ha hecho eco de la noticia.
Si bien la actitud de la izquierda era esperable, lo que ha sorprendido a todo el mundo es la del alcalde del Partido Popular, Luis Barcala, que ha pasado en pocos meses del “No hay problemas con las viviendas turísticas en Alicante” al “Solo voy a prohibir las licencias en bloques residenciales durante dos años”, para terminar con “Voy a prohibir también los bloques enteros de pisos turísticos”. Hay quien dice que el hecho de que el maestro foguerer Pedro Espadero colocara en la Hoguera Oficial un ninot del alcalde junto a otro del portavoz de Compromís, Rafa Más, ha generado un extraño sortilegio que hace que, de vez en cuando, este último se apodere del espíritu del primero.
Así, los empresarios del sector turístico y comercial andan despistados y preocupados con los cambios de opinión del alcalde, al que ya llaman por eso “el Pedro Sánchez de la Terreta”.
Parece que todavía hay gente —tanto en la izquierda como en el PP— que cree que Alicante vive de la industria de la inteligencia artificial y que el turismo apenas influye en los ingresos de quienes aquí viven. Pero no es así.
En una ciudad donde los pisos vacíos quintuplican a las viviendas turísticas, sigo sin entender por qué estas últimas son la causa de todos los problemas de acceso a la vivienda, y no la inseguridad jurídica a la que el Gobierno somete a los propietarios. Tampoco entiendo por qué ningún partido acaba con la burocracia y el infierno fiscal que sufren los pequeños empresarios. Para algunos, especialmente desde la izquierda, se ha vuelto habitual señalar al turista como el culpable, sin tener en cuenta que su impacto económico, gestionado con sensatez, suele ser más beneficioso que perjudicial. Pero claro, es más fácil culpar al visitante que enfrentarse a la ocupación ilegal o a una administración lastrada por la burocracia y la incompetencia.
Y más allá de todo eso, queda por ver cuántos de los que gritan junto a la librería 80 Mundos han comprado —o comprarán— libros allí. Igual que en la película, donde Meg Ryan llora al comprobar que, tras un acto masivo de apoyo a su librería, la caja sigue igual de vacía.